Un fueguito, o mejor dicho, un
fogonazo es lo que me vino en el labio hace como 10 días. Otra gente lo llama
de herpes. Pero para mí la palabra fuego representa mejor al grémlin que se
está yendo pero tan lentamente que a veces hasta pienso que siempre estuvo ahí
y que no se irá jamás.
Esas ansias que tengo de recuperar
mi labio son tan fuertes que sirven para contrarrestar el olvido de que el
fueguito no es lo normal, que ese fueguito está overstaying his welcome, aunque la verdad es que yo nunca le di la
bienvenida. O tal vez sí.
Tal vez sí lo llamé, para que me
queme, para que me obligue a concentrarme en él y no en otras cosas que tal vez
duelen más que el fuego, que tal vez queman más e incluso cicatrizan más
despacio todavía.
Pero sigo pensando: gracias, pero
no gracias. Porque ese fuego se implantó en mi labio, en mi boca, que uso para
hablar, para decir lo que tengo que decir, para dar a conocer mi voz. Y
justamente, no quiero que nadie me calle, que nadie me imponga lo qué decir.
No quiero concentrarme tanto en otra cosa en otra persona que me olvide de mí. Así que a este fueguito le digo que no, que no venga más, que se vaya, porque a mi voz no la va a
quemar, no va a lograr que me olvide de ella, de mí, por concentrarme en él.
He dicho.