Muchas veces cuando escribo tengo
una tripulación conmigo: son las personas a las que le pregunto cosas. Les
pregunto, y no porque no pueda googlear la información o porque no pueda
encontrarla en algún libro, les pregunto porque quiero escucharlos a ellos. Es
que le dan textura, capas, al asunto.
Escribir es un acto solitario, o
eso dicen. Para mí, no es tan así. Es cierto que durante muchas partes del
proceso necesito estar sola, pero para otras partes necesito a la tripulación. Una
de las personas de mi tripulación era mi padre. Lo llamaba o le escribía
preguntándole que me cuente una vez más sobre Benavidez, que cómo se llaman las
cuerdas de un velero y para qué sirve cada una, cuáles son los síntomas de ese
tipo de enfermedad específica, y cómo y por qué se trata la esquizofrenia así.
Ayer empecé a escribir un poema. Me
di cuenta que necesitaba a mi tripulación. Necesito saber sobre vientos. Busqué
en internet, les escribí a mis amigos, a primos, pero no me quedé tranquila
hasta que le escribí a la tripulación de mi padre—las personas con las que
salía a navegar.
No me van a dar las texturas ni las palabras ni las capas exactas que me hubiera dado él. Ya sé. No busco eso. Ni siquiera sé si contestarán, aunque estoy segura que sí. Lo que me importa es que con el email que les mandé, sopló un viento.
No me van a dar las texturas ni las palabras ni las capas exactas que me hubiera dado él. Ya sé. No busco eso. Ni siquiera sé si contestarán, aunque estoy segura que sí. Lo que me importa es que con el email que les mandé, sopló un viento.